”...el film...parece un retorcido esquema donde se adivina la intención pero no se percibe el efecto. Por ejemplo, las ruinas de Machu-Pichu fueron elegidas, seguramente, para enfatizar la propia dureza sentimental de los personajes, pero esa rotación la establece el espectador ya concluido el film: dentro de éste la alusión no se establece y las ruinas imponen por su belleza física y nada más. Entre ellas los intérpretes se deslizan como títeres recitadores de un texto extraño. Sólo los primeros planos del rostro de Dora Baret llegan a parecer humanos.
Antín intercala escenas del pasado, del presente y del futuro probable, repite tomas similares para simular el movimiento de un personaje o fragmenta el diálogo en escenas que transcurren en lugares distintos. En fin, repite los elementos de sus films anteriores, que conformarían un estilo personal si fuesen precisos y claros. Pero a fuerza de insistir en ellos sin un parejo impacto dramático, esos recursos, que desafían -encomiablemente- a los habituales cánones narrativos del cine, sólo parecen, a la altura de su cuarto film, un manierismo estéril.
A Antín no le interesa contar una anécdota en términos tradicionales; quiere expresar con un lenguaje original la vida íntima de sus seres, las corrientes de amor y frialdad, de ansiedad y odio, que unen sus almas y las separan. Pero, como realizador, Antín no está (todavía) a la altura de su ambición.”
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