Los fueros locales, fueros municipales o fueros eran los estatutos jurídicos aplicables en una determinada localidad, cuya finalidad era, en general, regular la vida local, estableciendo un conjunto de normas jurídicas, derechos y privilegios, otorgados por el rey, el señor de la tierra o el propio concejo, es decir, las leyes propias de un lugar. Fue un sistema de derecho local utilizado en la península ibérica a partir de la Edad Media y constituyó la fuente más importante del Derecho altomedieval español. También fue usado en ciertas zonas de Alemania.
La empresa de la reconquista no significaba sólo derrotar militarmente a los musulmanes, sino repoblar las zonas conquistadas. En aquellas áreas que, por su valor económico o estratégico, interesaba repoblar, los reyes cristianos y señores laicos y eclesiásticos de la península ibérica comenzaron a otorgar una serie de privilegios con el fin de atraer pobladores para que se asentaran allí, como modo de asegurar fundamentalmente las zonas fronterizas y revitalizarlas económicamente. Los documentos en que constaban tales privilegios y exenciones se denominaron cartas pueblas o también llamadas cartas de población (chartae populationis).
Los otorgantes de las cartas pueblas eran los respectivos señores del territorio –rey cristiano o señor laico o eclesiástico–, que actuaban por propia iniciativa (o como delegados del rey) o, en ocasiones, a solicitud de los propios súbditos. En este último caso, les daba a estos acuerdos un cierto carácter de pacto.
Las cartas más antiguas, que se conservaran, datan del siglo IX; siendo concedidas hasta mediados del siglo XII.
A partir de finales del siglo X, el derecho local comenzó a fijarse por escrito, recogiéndose normas de diversas procedencias, atribuyéndose por lo general al otorgante de la primera carta de población. Este proceso derivó en nuevas cartas que poseían la forma de privilegios reales y que se presentaban bajo una diversa nomenclatura –chartae fori, chartae libertatis, confirmationis, privilegii, entre otras–; éstas se han denominado por los investigadores como fueros breves, por su extensión limitada al diploma que los contenía.
Los fueros recogían las costumbres de cada localidad, además de los privilegios otorgados por los reyes a las mismas, así como el conjunto de disposiciones que preservaban la nobleza, el clero y el vasallaje de una zona.
Era un pacto solemne entre los pobladores y el rey, y también —por extensión— eran las leyes que regían determinada comarca o localidad.
En un comienzo las pretensiones de los pobladores era la de incluir en el pacto derechos de carácter público. El Derecho privado primeramente estuvo casi excluido. Luego fue progresivamente incorporado en la legislación foral. La razón se debía a que aquellos derechos que estaban en discusión no eran estos, sino los relacionados con reivindicaciones que los pobladores anhelaban; con su estatus jurídico. Para la constitución del referido pacto era siempre necesaria la firma real, porque por más que se hubiesen tratado tales reivindicaciones con un noble de rango inferior, era el rey quien juraba respetar y hacer cumplir esos derechos reclamados.
Los fueros como Cartas Pueblas son el conjunto de leyes y libertades entregados a los repobladores de una villa, es decir, una población sin señorío o cuyo señorío correspondía al rey. En estas leyes se detallan las libertades, como la elección de alcalde, tributos a la corona, la obligación de prestar auxilio a la mesnada real con peones y caballeros villanos, y muchas prerrogativas que hacían al hombre de la ciudad más libre que el campesino de régimen feudal (aunque el feudalismo en España es mínimo a excepción de Cataluña y muy limitado en León donde se crean estas legislaciones para hombres libres). A cada fuero le correspondía, aparte de la ciudad o villa, un alfoz o territorio, que contaba con varias aldeas y municipios, dependientes de la villa principal. La población tenía un concejo, que gobernaba y representaba a la ciudad en las Cortes. El concejo tenía gran poder sobre el alfoz y la ciudad. Sin embargo, no podía conceder cartas pueblas, es decir, dar título de villa a cualquier aldea (eso era potestad real, como la carta puebla de Añover de Tajo). Cabe aclarar que una villa es aquella población con capacidad de hacer justicia (juzgar, detener y ajusticiar e imponer penas), y se simboliza en los rollos o picotas de piedra (columnas donde se hacía justicia, e.g. ejecuciones).
En los territorios pirenaicos de Navarra y Aragón hay fueros al menos desde el Fuero de Jaca (1076) (sin contar con el mítico Fuero de Sobrarbe, invención posterior que dio origen a la expresión «antes fueron leyes que reyes» para caracterizar el carácter del Reino de Aragón y postular una legendaria dinastía real originaria, cuyo emblema sería la cruz de gules sobre la encina, tras la aparición milagrosa de esta en un relato folclórico compartido con navarros y vascos), que se extendieron a los fueros navarros(Pamplona, Estella, Tudela) y guipuzcoanos (San Sebastián). A partir del Fuero de Zaragoza (1119) los fueros se extienden por el Bajo Aragón, donde son más tardíos, siendo los más relevantes los de Teruel y Albarracín, paralelos al de Cuenca en la Corona castellana.
Al otro lado del Pirineo se otorgaron por los vizcondes de Bearne los Fòrs, que tendrán también influencia en algunas villas guipuzcoanas, con el nombre de Usos de Oloron.
En el reino de Portugal se extendieron en algunos casos los fueros leoneses y castellanos, como el fuero de Évora, extensión de uno previo de Ávila del que no se tiene apenas más noticia,[4] y que posteriormente se extendió a su vez a Palmela, Aljustrel y Setúbal.[5] Otros fueros son sanción de usos preexistentes, como el de Porto de Mós (1305).[6] El fuero de Lisboa es de 1227, y se extendió posteriormente a Ceuta.
Aunque siguieron otorgándose fueros en el siglo XIII, con el desplazamiento de la reconquista hacia el sur dejaron de tener su función original de estimular la repoblación de las tierras fronterizas más o menos despobladas del desierto del Duero o de las extremaduras. Las zonas reconquistadas a partir de entonces (el valle del Guadalquivir y las llanuras litorales de Valencia y Murcia) eran zonas con alto desarrollo urbano y gran densidad de población; y los instrumentos políticos ya eran otros (órdenes militares y huestes aristocráticas y concejiles de las ciudades de amplios alfoces ya desarrolladas del norte y centro peninsular), a los que había que compensar con repartimientos en los nuevos territorios conquistados.
Los fueros como registro idiomático
El uso del latín o de las lenguas romances difería en cada uno de los fueros y en cada una de sus versiones, traducciones o copias, muchas de ellas verdaderas falsificaciones o llenas de interpolaciones que desvirtuaban el contenido original para justificar todo tipo de pretensiones; lo que ha convertido a los documentos forales y las cartas pueblas en uno de los principales objetos de la crítica documental y la gramática histórica.
Los fueros municipales pueden ser breves (propio de los siglos IX al XI, como los de León, Jaca y Castrojeriz) o extensos (siglo XII en adelante, como el de Cuenca); agrarios o fronterizos (que incorporan más privilegios); principales (que se bastan a sí mismos) o suplementarios (que se remiten a los principales); tipos (o troncos) y extensiones (que toman a los tipos o troncos como modelos).[7]
Familias de fueros
La historiografía ha establecido "familias de fueros" en función de la identidad y adaptación de su contenido al de un "tronco" que fue extendiéndose a muchas otras localidades, en cada uno de los reinos medievales peninsulares:[8]
La importancia de los fueros traspasa el ámbito medieval, siendo una constante el poder movilizador del particularismo y los privilegios locales, en radical contradicción con el centralismo que suponía la construcción de la monarquía autoritaria a partir de la crisis bajomedieval.[cita requerida]
Tras la Tercera Guerra Carlista, mediante la ley de Madrid de 21 de julio de 1876 firmada por el rey Alfonso XII, los fueros quedaron derogados unilateralmente, excepto en lo referente a especialidades fiscales y tributarias, aunque este monarca nunca los había jurado para ser su Señor. En los años finales del siglo XIX surgió un movimiento nacionalista vasco en torno a Sabino Arana y el PNV, mientras que en Navarra se desarrolló un movimiento de defensa de la foralidad (gamazada de 1893). Para las tres provincias vascas, la autonomía política fue parcialmente recuperada por el Estatuto de Autonomía del País Vasco de 1936, redactado durante la Segunda República y que entró en vigor de forma precaria durante la guerra civil (1936-1939).
El franquismo, bando vencedor y particularmente definido por el totalitarismo en la definición del Estado, estaba además muy involucrado en la zona (Bilbao fue la capital económica durante la guerra y una de sus familias era la carlista), no solo ignoró el estatuto, sino que suprimió las particularidades forales de las provincias traidoras de Vizcaya y Guipúzcoa, respetando los de las fieles Álava y Navarra.
Ana María (1989). «El Derecho local en la Edad Media y su formulación por los reyes castellanos». Anales de la Universidad de Chile. 5ª (20). p 105-130. Estudios en honor de Alamiro de Avila Martel.
Barrero García, Ana María y Alonso Martín, María Luz (1989). Textos de Derecho local español en la Edad Media. Catálogo de Fueros y Costums municipales. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Instituto de Ciencias Jurídicas. ISBN 84-00-06951-X.
Barrientos Grandon, Javier (1994). Introducción a la historia del Derecho chileno. I. Derechos propios y Derecho común en Castilla. Santiago: Barroco Libreros.